domingo, 16 de febrero de 2014

Calderones junto al mar de Alborán. Pseudo-ecoturismo y otras hierbas.

Mientras avanzaban por los golfos de Vera y de Mazarrón fueron comprobando una abundancia creciente de calamares que aportó a todos, desde el delfín a la foca monje, una dosis extra de reservas y de optimismo.

  —Probablemente se dirigen a la puesta de sus huevos —comentó Pomodoro—. Conque apostaría que estamos cerca de una siempre interesante montaña submarina. No es que haga ascos a los calamares, pero donde esté uno de sus exquisitos hermanos pulpos... Por no hablar de los meros y los congrios, que también se suelen esconder entre las paredes rocosas de estas montañas. Ummm... Sugiero que les sigamos. Ya veréis como no nos decepcionan.

  Pomodoro tenía toda la razón. Siguiendo la migración de los calamares no tardaron en llegar a las inmediaciones de la montaña del Seco de Palos, a poco más de veinte millas del cabo del mismo nombre. Y allí se encontraron con una cuantiosa congregación de cetáceos que, sin ser tan exclusivos en la dieta como sus homónimos grises, también se pirraban por los calamares: casi un centenar de calderones negros o comunes. Aunque en ese momento ninguno de ellos estaba pensando precisamente en comer.

  Ya podían haberse hecho una pequeña idea de lo que se iban a encontrar interpretando el despliegue de regalos con los que se habían topado desde que comenzaron a bucear por aquellos fondos. Pero, por desgracia, ni el mismo mar de Alborán estaba libre de ellos, así que su vista se había en parte acostumbrado. Restos de artes de pesca como boyas rotas, redes o cabos, aparejos perdidos dañando las colonias de esponjas y gorgonias y, ahora que se acercaban más, plásticos, botellas de vidrio y hasta algún que otro bañador. Pero fue el estridente ruido de un motor acelerando el que les empujó a la superficie para darse de bruces con los calderones.



  Estaban, según su costumbre, en pequeños grupos de ocho a quince individuos que se disgregaban y se volvían a juntar constantemente formando nuevas agrupaciones, pero, mientras nadaban por entre las distintas vainas o grupos familiares, todos permanecían atentos a lo que sin lugar a dudas era el alma de la fiesta: un barco de recreo que, a ratos a la deriva y a ratos desplazándose por entre los grupos, parecía estar ofreciendo a sus pasajeros toneladas de diversión. Los silbidos de los calderones quedaban ahogados por los chillidos de emoción y las risotadas de aquellos individuos que, entre copa y copa, aprovechaban el todavía benigno mar de otoño para darse un chapuzón entre delfines. Entre estos últimos, algunos se mostraban claramente esquivos, otros se limitaban a permanecer flotando en silencio, como durmientes, pero también había algunos que, haciendo honor a la gran sociabilidad de la especie, se acercaban continuamente a alguno de los dos extremos del barco, e incluso a los eufóricos nadadores, con la intención de jugar.

  Un hermoso macho, tan azabache como el resto, pero con un giboso melón y un peso cercano a las tres toneladas que demostraban que ya había entrado en la edad adulta, insistía en acercarse a la popa del barco, ahora parado, donde unas tres o cuatro personas voceaban y golpeaban el agua en un afán de atraerlo hacia allí. Un par de ellas trastabillaban forcejeando con una cámara de fotos, muertas de risa, mientras otras, cada vez que el calderón se aproximaba a la borda, parecían empeñadas en encasquetar una vistosa gorra de capitán en la cabeza del macho, al tiempo que pugnaban por abrazarlo uno por cada lado, con la intención de posar también para la foto.

  En el otro extremo de aquel circo, y en el otro extremo también en lo que a cordialidad se refiere, una docena de calderones observaba la escena. Había alguna cría, pero en su mayoría eran hembras muy mayores.

  —¡Son abuelas! —dijo Dicayos, alegre, dirigiéndose hacia ese grupo—. Tanto por mi parte mular como por mi parte Risso, hago buenas migas con los calderones negros. Venid, nos camuflaremos entre ellas y, de paso, seguro que aprendemos algo.

  —¿Qué quieres decir con abuelas? —preguntó Mistral, siguiéndole.
—Entre las humanas creo que también es normal vivir un largo periodo posreproductivo, pero te aseguro que en el resto del reino animal se trata de algo absolutamente excepcional. En esta gran familia que vemos ahí, en la que todos están emparentados, lo bueno que comporta seguir trayendo crías al grupo hasta el final no es nada comparado con la labor que hacen las hembras durante el cuarto de siglo que pueden llegar a vivir, no digo sin aparearse, por supuesto, pero sí sin tener ya más descendencia. La sociedad de los calderones es muy estable, con fuertes lazos familiares y sin las luchas entre machos tan frecuentes en otros grupos de cetáceos. Pero aunque será uno de estos machos el que pilotará la navegación del grupo, que siempre lo seguirá como una piña y sin titubeos, la cohesión de la familia y, lo que es más importante, su memoria cultural y su escuela de vida la llevan siempre consigo gracias a la presencia de las abuelas.

  Los cinco viajeros se habían incorporado al grupo a tiempo de participar de la conversación que allí tenía lugar.

  —Este nieto mío es tonto —estaba diciendo, sentenciosa, una de las hembras.

  —No digas eso —le reprendía otra—. Está demostrando tener todo lo necesario para ser un buen guía. Es una ballena piloto muy bien educada. Algún día seguro que será un gran líder.

  Ninguna de las presentes debió de ver nada desagradable en los recién llegados, porque continuaron hablando como si tal cosa.

  —A mí me lo vas a decir. Yo le he enseñado todo lo que sabe —respondió la primera—. Pero en estos momentos casi preferiría que mis lecciones no hubieran dado tan buen resultado. Reconozco que es modesto y humilde de espíritu, alegre y generoso, que sabe escuchar y que sabe aprender, y que está contento con lo que tiene y con lo que es. Yo personalmente le he recomendado siempre que practique la mansedumbre y que ame, por encima de todo, la paz. Siguiendo mis consejos, cuando tenga el poder de dirigir a la familia y el prestigio de ser la primera entre las ballenas piloto, seguro que lo hará con modestia, ecuanimidad y justicia, y será un buen guía. No habrá varamiento que pueda con él. Todo eso lo sé muy bien... Por eso me da tanta rabia que se deje escarnecer por esos indeseables.

  —No deberías pagarla con él por ser una criatura noble, abuela —intervino Dicayos, conocedor de que ese título era el más honorable entre los calderones—. Deberías enfadarte con aquellos que no saben tratarlo con respeto.

  —Tienes razón, hijo de Risso, tienes razón —respondió la anciana—, pero me duele tanto... Y me siento tan impotente. Durante toda su vida nuestros machos trabajan mucho por todos los demás, no solo como guías, sino también vigilando el perímetro mientras los demás duermen sobre las olas, buceando a las cotas más profundas para dejar la comida fácil a esos otros o ahuyentando orcas y tiburones con un valor suicida. Solo te diré una cosa: mientras nosotras tenemos una esperanza de vida de sesenta años, ellos habrán tenido mucha suerte si pasan de los cuarenta y cinco. Y ¿crees que toda esta patochada y otras muchas parecidas que incluso se las dan de serias y ecológicas son un reconocimiento a su coherencia y a su humildad?

  Por su parte, el macho en cuestión, bastante desconcertado porque aquellos seres no parecían querer jugar, sino tapar a toda costa su espiráculo con aquel engorro blanco y dorado, se había apartado un poco. Luego, siempre amigable, quiso trasmitir a los del barco que todo iba bien, y aunque ya no era una cría para ponerse a dar saltos, sí les ofreció unos briosos saludos con la cola y unos cuantos cucus de travieso espionaje. Como estaba pendiente de los del barco no se dio cuenta de que uno de los que ya se habían atrevido a saltar al agua se le acercaba por detrás. Con ínfulas de gallardo cowboy, le agarró de pronto por la aleta dorsal y se puso a cabalgarlo mientras ofrecía a su público triunfales gritos de victoria. Sobresaltado, el calderón intentó zafarse de su jinete sin comprender, perplejo, por qué sus amables gestos empujaban a aquellos seres a violentarle una y otra vez.

  Después de unas cuantas sacudidas, pudo al fin liberarse, y una extraña congoja le inundó el alma cuando aceptó por fin que los visitantes no acudían a él para mostrarle sus simpatías y socializar de igual a igual, sino para divertirse a su costa y alardear más tarde de ello.

  No parecía sentirse con fuerzas para darles otra oportunidad, así que buscó entre los distintos grupos de calderones aquel en el que siempre había encontrado consejo y amparo. En un instante, Élias y sus amigos tenían al formidable animal junto a ellos, apoyando dolido su cabeza en el cuello de su abuela.

  —Tranquilo, tranquilo, ya pasó —le dijo esta, acariciándole con sus esbeltísimas aletas—. Es esta maldita afabilidad nuestra, que a veces no nos permite discernir al que no es merecedor de ella. No te preocupes, todo está bien. Tienes en tu temple todo lo que distingue a un buen calderón.

  Acto seguido, la anciana se dirigió a una de las crías.

  —Esta situación ya es intolerable. Encárgate de que los grupos se vayan enterando de que partiremos de inmediato hacia el interior del mar de Alborán. Nieto querido, tú nos guiarás esta vez, me parece muy necesario que recuerdes que la humildad de espíritu no está reñida ni mucho menos con la dignidad. Y tú tienes, con creces, de las dos.

  A medida que los calderones iban reuniéndose al llegar la orden a los distintos grupos, el macho comenzó a observar a Mistral con creciente interés. No fue tanto la expectativa de estar al mando como la misteriosa conclusión a la que llegó tras aquel silencioso escrutinio lo que le hizo recuperar rápidamente su habitual buen humor. Como quien hace entrega de un preciado tributo o simplemente rinde honores, el calderón apoyó su melón en la bolsa que la chica llevaba colgada a la cadera mientras murmuraba: «piedra de forja». Su actitud reflejaba ahora una gran satisfacción.

  Mistral y sus amigos no tuvieron apenas tiempo de mostrar su desconcierto cuando, obedeciendo un discreto gesto de la abuela, su nieto, decidido, se puso a la cabeza del ahora compacto grupo. Contrastando con su pausada forma de nadar anterior, todos a una, los negros calderones, con unos buenos siete nudos de velocidad e indiferentes ahora a los gritos de llamada de los contrariados humanos, enfilaron hacia aguas más meridionales.

No hay comentarios:

Publicar un comentario