miércoles, 21 de octubre de 2015

LA VOZ EN LA CARACOLA



Hoy, 21 de octubre de 2015, se cumplen 210 años, dos siglos y una década exactos, de la batalla de Trafalgar. Por ello, he querido regresar a mi blog y romper este "silencio" de muchos meses para compartir el apéndice final de la segunda de mis novelas, dado que el papel protagonista lo desempeña, sin lugar a dudas, ese tremendo combate naval. Su nombre es La voz en la caracola y es lo suficientemente largo como para compensar con creces todas las entradas que tengo en mi "debe" más que de sobra, pero creo que la ocasión lo merece. En su día, algunos se sorprendieron al leerlo, ya que a primera vista nada o casi nada tiene que ver con la novela a la que acompaña pero, escarbando un poquito más, puede que existan muchos lazos ocultos por descubrir. En cualquier caso, creo que es una "revisión" bastante original de la batalla de Trafalgar, así como un homenaje a todo lo bueno que se perdió (y/o ganó, quién sabe) en ella. Espero que os guste.

"Soy la diosa Ceto, madre de todos los cetáceos, soberana de aquellos que renunciaron a su capacidad de vivir en tierra firme como condición necesaria para poder regresar al seno del padre Océano. En la imaginación de los hombres también soy la engendradora de los monstruos marinos, de todos los leviatanes, ya que para los frágiles humanos la división entre lo angelical y lo demoniaco suele ser solo el resultado de emociones contrarias, causadas por una misma realidad demasiado grande para ser abarcada.

  Los seres humanos... Cuán fascinantes. Y qué contradictorios. A pesar de su aparente insignificancia, ningún dios o diosa, desde que el mundo es mundo, podrá negar que les debe su inmortalidad, sus excelsos poderes y, siendo sinceros, incluso la propia existencia. Solo la prodigiosa fuerza creadora de sus mentes y su devota fe nos dan nuestra divina vida, con potestades y dominios específicos, con toda nuestra recua de telúricos ascendentes y heroicos descendientes y con una identidad perdurable en el tiempo. Sin ellos no somos nada.

  Los demás dioses no suelen tener esta clase de pensamientos, lo sé. Puede que sea una cuestión de orgullo o de simple supervivencia, pero se niegan a mostrar mayor interés por los hombres que el que tendrían por unos pequeños títeres con cuyas peripecias poder distraer sus tedios o, llegado el caso, intrigar entre sus iguales. Si yo soy diferente se lo debo a mis queridos hijos.

  Porque los únicos seres capaces de rivalizar en talentos con las criaturas humanas son precisamente ellos. De la delicada marsopa a la vigorosa orca, del tímido zifio al poderoso cachalote, del azul rorcual a la blanca beluga, del calderón al narval, de la gran ballena al pequeño delfín, todos y cada uno muestran un entendimiento y una voluntad extraordinarios, únicos en el planeta. Por eso los amo tanto, al igual que ellos me aman a mí.

  Fue su insistencia, de hecho, la que acabó convenciéndome de que el futuro, todos los futuros en realidad, dependerán cada vez más de ese ser humano de pareja inteligencia con mis hijos, pero no precisamente con la misma capacidad de empatía o compasión. Para bien o para mal, y al igual que pasa con el destino de nosotros, los dioses, en él estará depositado el destino del mundo, su destrucción o su salvación.

  A partir de entonces, soy una diosa con una misión...

 



 

  Según el calendario de los hombres nos encontramos en el año del Señor de 1805. He dejado a Forcis, mi amado esposo-hermano, en el antártico mar de Scotia, parlamentando con sus predilectos calamares gigantes, los que moran en los abismos, y yo me encamino al norte, hacia la llamada lejana de mis hijos. En este caso son orcas y afirman haber dado con el sitio exacto.

  No es la primera vez que me hago ilusiones. A lo largo y ancho de los siete mares, durante siglos, he encontrado determinados lugares que reunían las características óptimas, y siempre he esperado que surgiera el desencadenante adecuado que me permitiera actuar, pero hasta la fecha ninguna de las muchas y prometedoras ubicaciones ha dado su fruto. Veamos qué pasa en esta ocasión.

  Aún me siento algo irritada por la conversación que he mantenido con Forcis antes de partir. Tiene una mente tan cuadriculada... No me extraña que se lleve tan bien con esos sesudos calamares colosales, henchidos de racionalidad y de soberbia. Lo amo, pero me cuesta entender por qué tengo que explicarle, y casi justificarle, mi misión desde el principio una y otra vez...

  Conciliador, siempre me dice que sabe bien que Euribia, nuestra hermana pequeña, engendró a los dioses tutelares de las tres razas profundas, y que comprende que, entre hermanos, los otros cuatro hijos de Ponto-Océano también debemos velar por ellos como criaturas marinas que son..., pero no deja de repetirme, a la menor ocasión, que no logra entender por qué estoy tan obsesionada con buscar piedras-corazón.

  Yo siempre le digo que deje tranquilos a nuestros hermanos Taumante y Nereo y que no se trata de encontrar más piedras-corazón, que eso ya lo hacen las recolectoras de los tres enclaves profundos, sino de algo completamente distinto. Las piedras que yo busco tendrán un cometido completamente diferente. Y quizá convenga explicar ahora, de nuevo, las razones de esta búsqueda.

  Nuestro padre es Océano, y nuestra madre, Gea, la Tierra. Ella suele hablarnos al oído cuando yacemos dormidos, entregados a los sueños, y en uno de esos sueños me reveló un gran secreto relacionado con su futuro: «De igual modo que los seres humanos de la superficie parecen destinados a ser mis verdugos, también podrían llegar a ser mis salvadores».

  Es evidente que la salvación de la Tierra debe surgir de los océanos, ya que este planeta es mayoritariamente agua, pero los humanos capaces de conseguirlo no pueden ser ni habitantes de la superficie sin más ni profundos normales y corrientes. Estos últimos carecen del poder que ostentan los otros, y además no tienen capacidad suficiente para llevar a cabo esta empresa. Tendrán que ser individuos «anfibios», o sea, miembros de pleno derecho de los Reinos del Mar, y al mismo tiempo expertos conocedores de los saberes de la tierra firme. Pero ¿cómo puede ser eso posible estando ambos mundos tan distanciados? Ni yo misma lo sé, pues la respuesta se oculta tras las brumas del futuro.

  Lo que sí sé es que serán moradores de la superficie y, en consecuencia, no poseerán piedra-corazón alguna que les permita vivir en el océano. Mi misión consiste precisamente en suplir esa carencia. Para ello debo localizar bajo el mar unos nódulos de manganeso tan extraordinarios que, llegado el momento, puedan servir de piedra-corazón para ese grupo de humanos ambivalentes, mitad de la tierra y mitad del mar.

  Pero la función de esas piedras irá mucho más allá. Serán en sí mismas armas poderosísimas, instrumentos imprescindibles para que los elegidos puedan coronar con éxito una misión que no será ganada con ningún recurso material. Las piedras atesorarán virtudes.

  Cada una de ellas, además de permitir la supervivencia de un humano bajo el océano, estará imbuida de una fuerza moral vinculada con una virtud concreta que conferirá a su portador un carisma específico e intensificará determinados sentimientos nobles y emociones sinceras. Esa será la auténtica singularidad de las Piedras de Ceto.

  La siguiente directriz de esta extraña misión tiene que ver con los escualos. Gea me reveló que las piedras que caerían bajo mi responsabilidad serían ocho, y que por ello se establecería desde el principio una íntima afinidad entre dichas piedras y ocho especies de cetáceos. Las creación de las otras ocho sería responsabilidad de distintas especies de tiburones, seres que jamás han creído en nosotros, los dioses. Pero al parecer, ellos, como mis hijos, también están muy preocupados por el futuro del planeta. En realidad, no tienen ningún interés en llamar mi atención, y si por ellos fuera, me ignorarían, pero estoy segura de que, llegado el momento, estarán junto a mí para realizar correctamente su parte del trabajo.

  Sospecho que las piedras serán nódulos de manganeso con un alto contenido en hierro, ya que cetáceos y escualos «aman» de forma peculiar dicho mineral, y no creo que sea casualidad que ambos grupos de animales estén implicados. Por eso serán llamadas «piedras de forja», y en lo que respecta a mi mitad, me aseguraré de que sean mis hijos más queridos los encargados de insuflarles esa primera chispa de vida cuando llegue el momento de despertarlas de su larga espera.

  Volviendo al número, ocho más ocho suman dieciséis... Pero en sus revelaciones, nuestra madre Gea insiste en que serán diecisiete los humanos que luchen para salvarla. Ese guerrero extra, su identidad y destino, son una incógnita que no se me ha permitido desvelar.

  Lo que sí sé, en mi calidad de diosa, es cómo «cargar» las piedras con su virtud correspondiente. Si puedo disponer de la suficiente cantidad de cada una de las emociones adecuadas, sabré cosecharlas como si fueran plegarias y reenviarlas íntegras al interior cada uno de los nódulos, convertidas en virtud. Nuestro padre, el mar, las custodiará hasta que sean encontradas por alguien experto en la búsqueda de piedras-corazón, y años más tarde, llegarán los elegidos para reclamarlas y las piedras despertarán de su letargo.

  Estoy segura de que el dios Océano exigirá algún sacrificio a cambio de custodiar cada una de las piedras —casi todos los tesoros hundidos bajo el mar han tenido que pagar el alto precio de un naufragio, y probablemente esta no será una excepción—, pero los detalles se me niegan, ocultos de nuevo en el futuro.

  La llamada de las orcas continúa insistente, y espero que mi hermano Forcis acabe por comprender la delicada naturaleza de mi misión. Ya solo me queda revelar las ocho virtudes con las que cargaré las piedras que me corresponden. Serán el amor, la humildad, la solidaridad, la verdad, la justicia, la inocencia, la misericordia y la rectitud.

 



 

  A medida que cruzo el Atlántico de sur a norte voy identificando el lugar exacto desde la lejanía. Parece encontrarse en un paraje submarino cerca de tierra firme, entre los continentes africano y europeo, y —sí, ahora los detectó— convenientemente bien alfombrado de nódulos de manganeso con un gran porcentaje de hierro en su composición. Muy prometedor. Pero no suficiente.

  Debo esperar a encontrarme mucho más próxima a la zona para que los altos mástiles de los veintisiete navíos que aguardan al pairo provoquen un súbito caracoleo en mi corazón. El grupo de orcas, que ahora reconozco como asiduas de la zona por su voraz afición a las almadrabas que se emplean por allí, acude amoroso a mi encuentro, y todas, ellas y yo, empezamos a acariciar las primeras esperanzas. ¿Y si es aquí y ahora? Este lugar parece cumplir todos los requisitos; además de lo ya dicho, es la puerta de acceso a uno de los mares en los que se divide el océano único, en este caso el Mediterráneo, y me basta paladear levemente sus aguas para saber que desde antiguo estas costas, en las que se aprecia un cabo rocoso con una acogedora ensenada a cada lado, han albergado a una larga sucesión de humanos que, sin saberlo, ha ido saturándolas durante siglos de toda clase de emociones. Aquí se ha levantado una fábrica romana de salazón, una colonia hispanomusulmana, una fortaleza contra los piratas, un faro... Y ahora, esta veintena larga de barcos de guerra, sin contar fragatas, que aguardan con sus filas de cañones, de bocas redondas y negras, en un silencio para el que no han sido creados y en el que no se mantendrán mucho tiempo.

  Recapitulemos: Primero, tengo en el fondo marino nódulos de manganeso con mucho hierro capaces de convertirse en las piedras-corazón tan especiales que necesito; segundo, tengo una atmósfera cargada de emociones antiguas, y dentro de bien poco, si no me equivoco, de muchas otras nuevas. Con tantas voluntades enfrentadas no será difícil hallar una virtud para atesorar en cada piedra... Por último, donde hay tantos cañones pronto acabará habiendo hundimientos, y, desde que el hombre empezó a surcar las aguas, un naufragio es la ofrenda que más ha complacido al insaciable dios del mar.

  Por la Gran Madre... Creo que al fin he encontrado lo que buscaba.

  Casi sin poder contener la emoción, me dirijo a mis blanquinegras hijas para saber dónde nos hallamos, y ellas me responden sin titubeos: «Al abrigo del golfo de Cádiz, entre la bahía del mismo nombre y el estrecho de Gibraltar, a la altura de un pequeño cabo: una prolongación de tierra firme formada por dos lenguas de arena que juntas parecen querer entregar al mar la ofrenda de un pequeña isla de roca».

  A este lugar lo llaman Trafalgar.

 



 

  Amanece el 21 de octubre. Eos, la de los rosados dedos, termina de reemplazar en el horizonte el negro de la noche por el primer sonrojo de la mañana y después acude a mí preocupada. En su mirada puedo leer que ella tampoco ignora lo que está a punto de ocurrir. También veo acercarse a Tetis, hija de mi hermano Nereo y espíritu tutelar del cercano Mediterráneo desde los albores de la existencia de ese mar, mucho antes incluso de que hubiera alguien para darle un nombre. Cuando estoy con ellas me da por pensar que lo que se avecina es cosa de viejas diosas, de deidades primigenias, y no de ese trío de hermanos olímpicos que acabó usurpándonos el poder. Se diría que hoy La Aurora reinará en los cielos en vez del viejo Zeus, que una nereida gobernará los océanos suplantando al bueno de Poseidón, y..., bueno, creo que todo apunta a que yo acabaré siendo la sustituta de Hades como señora del inframundo. La sonrisa con la que acompaño estos desvaríos se congela en mi boca al pensar en las luctuosas connotaciones de esa última parte y, apartando dichos pensamientos, vuelvo a centrarme en el presente.

  Mi sobrina nos hace saber que más barcos, hasta sumar un total de treinta y tres, se dirigen hacia allí desde la bahía de Cádiz. Sus intenciones son evidentes: plantar batalla al primer grupo con la pretensión de romper el cerco al que este último les ha sometido. Ella cree que lo conseguirán, pues son más cantidad de buques y en cada uno de ellos viajan más almas, pero cuando exploro dichas almas, así como las de sus adversarios, sé que ella se equivoca y que los recién llegados, de dos nacionalidades distintas pero unidos para la batalla, van directamente hacia la hecatombe.
Que la balanza de la diosa Fortuna se va a inclinar a favor de los que aguardan me lo dice la razón, pero también el corazón. La primera me habla de navíos en mejor estado y de dotaciones de marineros mejor preparadas no solo técnicamente, sino en cuanto a edad idónea, alimentación o salud, pero es el segundo el que me acaba de convencer. Me revela que entre los que han levado anclas hay dos facciones unidas por una frágil alianza frente a la cohesión que da tener una sola y misma patria, y que la decisión de zarpar no convence a casi nadie entre los mandos y llena de temor y aprensión a ellos, a sus hombres y a la gente que aguarda en el puerto.

  Los nombres de los navíos me proporcionan la última certeza. No porque los lea, sino porque los reconozco en sus mascarones de proa y en la conciencia de sus respectivas tripulaciones. Gracias a ello confirmo que una de las facciones de los que se aproximan se acoge a las protecciones de los santos, y la otra, a las virtudes de los héroes. Existen algunas excepciones, pero son pocas, así que puedo asegurar que en esta ocasión no les salvará ni ese Dios cristiano al que veneran unos ni la supremacía del hombre de la que hacen gala otros. Por el contrario, serán los que aguardan, con nombres como Leviathan y Orión, Belerofonte y Polifemo, Ajax y Agamenón, Colossus y Minotauro los que acaben ganando la partida. Seres que, como yo, nacieron de una antigua cultura mediterránea: la griega, politeísta y pagana a la vez. Esta vez será mi gente, mi universo...

  Alto. Acabo de descubrir algunos nombres iguales entre las diferentes facciones de barcos, pero solo hay uno que se repite en los tres grupos de combatientes: Neptuno, como no podría ser de otro modo. Si aún tenía alguna duda de que al fin había llegado el momento que había esperado tanto tiempo, este conocimiento la acaba de disipar. Será pues la batalla de los Tres Neptunos, y el acontecimiento se revelará crucial para los Reinos del Mar.









  Con el sol casi en su cenit resuenan los dos primeros cañonazos procedentes del San Agustín y de su compatriota el Monarca, y aunque sé que solo a través del matraz del sufrimiento se podrá alcanzar el objetivo que anhelo, mi corazón se encoje al escucharlos. Es más, si es preciso que las «ofrendas» deban ser siempre del bando que acumule más dolor, o sea, del de los vencidos, me cuidaré personalmente de que esos dos navíos no escapen a la selección solo por haber destruido la última esperanza de salvar la paz.

  Es difícil describir las horas que vienen a continuación. Demoledoras bolas de hierro, a una velocidad endiablada, impactan en cofas, en mástiles, en baupreses, en timones... y en cuerpos, haciendo que todo estalle en una nube infernal de astillas, sangre, tela, hueso y polvareda. Una bala puede eludirte, y sin embargo destrozarlo todo y a todos apenas unos metros más allá. Y aunque tu cuerpo sobreviva a esa andanada, tus ojos agonizarán de puro pavor divididos entre el horror que te rodea y el que sabes que pronto regresará, esta vez para cobrarse la vida que le quedó pendiente: la tuya. Y así, la cubierta se irá cubriendo de vísceras y miembros desgarrados, pero sobre todo de líquidos resbaladizos y hediondos, hasta que llegue el momento del abordaje y la muerte suba a bordo con otro rostro. Entonces solo cambiará la clase de heridas, y los pedazos sanguinolentos serán sustituidos por más sangre, por mucha más sangre derramada. Todas las batallas son atroces, pero las navales lo son de un modo especial porque tienen como escenario esos castillos flotantes, con el mar como único lugar al que huir desde el infierno de cubierta... Yo he visto muchas batallas en mi larga vida, pero esta está siendo especialmente cruenta y brutal y me resulta difícil seguir contemplándola hasta el final. Pero no debo perderme ni un solo detalle de lo que ocurra. Debo enfrentarme a los cuerpos destrozados y a los aullidos de los que agonizan si quiero cumplir mi misión. Y para empezar, en el mismo fragor de la contienda debo buscar lo más contrario a la guerra pero tan característico del ser humano como ella. Debo buscar y encontrar amor. Sí, amor. Para trasformar la primera de las piedras debo buscar amor en medio de esta lucha sin cuartel.

  Poco a poco, del desenfrenado movimiento de las masas rescato valerosas defensas o serenos pensamientos de individuos a los que no les mueve el odio ni la violencia, sino alguna clase de afecto sincero. En un bando, un comandante se levanta tras recibir una bala de cañón gritando que no es nada, para morir al poco desangrado pensando en la joven que acaba de desposar; en el otro, un almirante sabe que va a morir lentamente de un aciago disparo e impide que la tropa lo descubra para que no cunda el desaliento; en el primero, un hombre anónimo, demasiado viejo para luchar, se despide serenamente de una vida plena; en el segundo, un joven ignora su propio pánico y la refriega que lo rodea e intenta inútilmente taponar la herida de su amigo sin rendirse ni ante la rotunda evidencia de la muerte...

  Llevo trabajando sin descanso las últimas horas, intentando salvar la mayor cantidad de sentimientos fieles y afectuosos en toda esta masacre, y a eso de la media tarde, un incendio alcanza la santa bárbara de un navío y uno de los dos Aquiles salta en mil pedazos. El estruendo es tal que hasta la batalla naval se detiene por unos segundos. Yo también me paro y decido dar por concluida mi tarea de ese primer día, del día de la batalla, y aprovecho el hundimiento para hacer de él mi primera ofrenda al padre Océano. Reconforto a Tetis, que no ve bien que sea el nombre de su amado hijo el que haya volado por los aires, y la consuelo prometiéndole que velaré para que el buque homónimo del otro bando pueda regresar con bien a Gibraltar. Es entonces cuando entiendo que haya en la batalla un Aquiles en cada bando, al igual que tres Neptunos. Y es que me quedaba un amor por cosechar: el eco de aquel que queda esperando en casa el regreso del guerrero. Mi sobrina, como madre del héroe, me entrega ese presente, reviviendo el orgullo y el alivio que se siente cuando se ve regresar al hijo triunfador, pero dejando claro lo poco que eso compensa ante la amenaza del dolor y la desolación que conlleva el temido anuncio de su muerte. Ella aún sufre recordando y opta por retirarse definitivamente del campo de batalla, y como Eos hace tiempo que partió, sé que debo acabar la misión sola. Porque es ahora cuando comienza mi trabajo, durante el derrotado viaje de regreso a Cádiz de la escuadra combinada, con el máximo responsable de una de las dos facciones herido de muerte y con un tercio de sus barcos muy destrozados pero todavía bajo su mando.

  Justo antes de su partida, Tetis me recuerda que son ocho las especies de cetáceos que habitan en el Mediterráneo. Yo sonrío porque lo sé, y porque soy consciente de lo que esconden sus palabras. Aplaco su inquietud confirmándole que su querido mar será el escenario en el que culmine todo el proceso, y por ello, ocho serán las virtudes que trasladaré a las piedras que dejaré al cuidado de las aguas de Trafalgar. Capto su satisfacción y le encomiendo que instruya adecuadamente a todos mis hijos y que igualmente informe a los escualos de ese mar para que se encarguen de seleccionar también a sus otros ocho candidatos.

  Permanezco absorta viendo alejarse hacia el sur a mi sobrina y tardo en percibir que mis queridas orcas desean saber si ellas también participarán en la misión. Me apena tener que decirles que no, pues no son criaturas mediterráneas y deberán permanecer al margen. Solo puedo consolarlas felicitándolas por haber encontrado el lugar y entregándoles una merecida recompensa: el derecho vitalicio a habitar esas aguas fronterizas y el título honorífico de guardianas de las piedras y defensoras del umbral.

  Me alegra comprobar que las muestras de alborozo de mis hijas les distraen lo suficiente para no permitirles captar el remordimiento que me embarga, pues no he sido del todo sincera. La verdad es que ya he elegido a la defensora de la primera virtud, la adalid del amor, y, al igual que las orcas, es una criatura que pertenece a una especie que tampoco es estrictamente mediterránea. Pero estoy segura de que ella, la más frágil, acabará llevando la carga más pesada. Y eso solo se consigue por amor.

 



 

  Si tras la batalla los vencedores hubieran tenido la prudencia suficiente y hubieran anclado inmediatamente su propia flota y la recién apresada habrían tenido su oportunidad y puede que yo hubiese perdido la mía, pero contaba con la sabiduría de una vieja verdad: «las victorias no suelen hacer prudentes ni humildes a los hombres». Así que la tempestad que he solicitado al padre Océano cae sobre ellos antes de que puedan hacer nada por eludirla, y empieza casi de inmediato a azotar sin compasión la costa de Cádiz.

  Al día siguiente, 22 de octubre de 1805, el mar comienza a embravecerse y ya no hay vuelta atrás. Estoy preocupada porque la víspera solo se entregó un navío a las aguas, y yo creía que serían dos, puede que los dos Aquiles, pero es probable que la propia Tetis, como diosa marina que es, haya tenido autoridad para impedir el segundo hundimiento. O puede que al tratarse del amor, la base sin la que ninguna otra virtud es posible, una sola ofrenda haya bastado para seleccionar las dos piedras de ese día... Confío en ello, pero sé que a partir de ahora la ofrenda deberá ser doble: una de mi parte y de mis hijos marinos y otra de parte de los escualos. No ignoro que ellos están muy pendientes de todo lo que ocurre aquí, e imagino que tendrán su propia manera de imbuir sus piedras con el germen de las virtudes que a ellos les resulten más afines.

  Mis inquietudes deben de haber contribuido a recrudecer el temporal, pues los briosos caballos blancos de Poseidón, con los que empezaron a encabritarse las aguas, se van alejando cada vez más para dejar paso a los caballos negros de su hermano Hades, a esas funestas olas, enormes y oscuras, que solo presagian muerte y destrucción.

  Ah, la soberbia de los hombres... El orgullo no es solo cosa de vencedores, y a la hora de empezar cualquier contienda inflama los corazones de ambos bandos por igual. Especialmente de sus dirigentes, quienes, sintiéndose agraviados, no dudan en usar la bien llamada «carne de cañón» para lavar sus supuestas ofensas o enaltecer aún más sus pretendidos honores.Igual que encontré el amor más allá del odio y la violencia, tendré que buscar tras la arrogancia para hallar la humildad, la segunda de las virtudes. Cuando recolecto y envío a otra de las piedras todos los sentimientos humildes, de sencilla dignidad y espíritu noble que logro extraer de las miles de almas que participaron en la batalla, y también de las que ahora luchan contra la tempestad, no puedo evitar pensar en el máximo responsable de esta carnicería: el almirante de la derrotada escuadra aliada. No es lo mismo ser humilde que ser humillado, pero si lo segundo llega en el momento adecuado y a la persona idónea, bien puede servir de lección para acabar haciendo tuya esa virtud primera. Todo depende de la capacidad de cambiar a mejor..., aunque no sé si este será el caso. Solo soy consciente de que ese marino que desoyó los consejos de los otros mandos y en el último momento decidió mandar a más de cuatro mil cuatrocientos hombres a la muerte está ahora en manos de sus enemigos. Y no le queda mucho tiempo para renegar de su orgullo, pues tras su liberación la muerte le estará aguardando en el camino de vuelta a casa.

  Pero ahora no me interesa el destino del almirante en jefe de los perdedores, sino el del su navío. Tiene un nombre que me agrada: el Bucentauro, y un magnífico mascarón de proa que representa a un ser mitad toro mitad hombre. Le ha correspondido luchar en el epicentro de la batalla, y ahora, rodeado de barcos enemigos y seriamente dañado, su tripulación se ahoga en un baño de sangre y no tarda en arriar la bandera. Más de la mitad de los hombres han sido rescatados por el Indomable, pero una dotación de presa del bando vencedor se acaba haciendo cargo del gobierno de la nave y toma prisioneros al resto. Ese parece el final, cuando la tormenta les golpea de lleno y todos los que van a bordo luchan por entrar en la bahía de Cádiz.

  Este día de 1805, el Bucentauro fondea sin mástiles en una playa muy cercana al puerto de Cádiz, pero con tan mala fortuna y en tan mal estado que inmediatamente se va a pique. En el último momento, su tripulación ha conseguido represar la nave, por eso, cuando todos huyen del barco que se hunde, los vencedores son hechos prisioneros y los vencidos recibidos con alegría por sus paisanos. No hay muertes que lamentar.

  Ya está. La ofrenda de hoy se ha realizado y el padre Océano la ha aceptado con agrado. Y la segunda virtud, la humildad, ya ha sido guardada en una de las piedras. Que ambos bandos hayan acabado trabajando en equipo para salvar vidas, que los roles de triunfadores y derrotados se hayan trastocado e incluso que los de tierra firme hayan ayudado a todos por igual es una de las más hermosas lecciones de humildad que he presenciado. He acertado en mi elección y me alegro por ello. En este día he acabado satisfecha la tarea.

  Mi alegría se empaña cuando contemplo cómo, algo más al sur, naufraga el Fogoso. A bordo de ese navío capturado había cientos de prisioneros, además de la dotación de presa del bando vencedor. Pero el mar no hace distinciones. A diferencia del Bucentauro, en este caso todos, vencedores y vencidos, se ahogan engullidos por el temporal. Y supongo que de ese modo el padre Océano recibe en custodia la virtud que corresponde a aquel día por parte de los escualos. Supongo que mis ofrendas no estarán libres de muertes indefinidamente y que no siempre tendré tanta suerte como hoy, pero saberlo de antemano no impide que mi alma se suma en el pesar.

  A este respecto solo puedo prometerme a mí misma que haré todo lo posible por entregar las menos almas posibles a las aguas, y que la elección de los barcos de entre el bando perdedor, esos que naufragarán para convertirse en ofrendas al padre Océano, será siempre desde el aprecio y la admiración. Buscaré entre los más dañados aquellos cuya singladura ensalce a sus pilotos y a sus tripulaciones, y sus maltrechos cascos acabarán descansando en el fondo del mar como un homenaje a la noble conducta de aquellos que lucharon en sus cubiertas. Lo juro.

 



 

  El 23 de octubre, la tormenta, lejos de amainar, parece sacar nuevas energías de su negro corazón para seguir vapuleando inmisericorde las maltrechas naves. El desaliento entre las tripulaciones comienza a ser grande. Y más que lo será.

  Así como ayer pensaba en el destino de ese almirante que condujo a las naves a su perdición, hoy, mientras contemplo la tempestad y espero acontecimientos, no dejo de pensar en un contralmirante que estaba a su servicio. Si ayer reflexionaba sobre el orgullo, hoy lo haré sobre la insolidaridad. Desde el principio del combate, este hombre desoyó las señales del buque insignia, que le pedía que su batallón acudiera al corazón de la contienda, y continó impertérrito con el rumbo establecido. Pero cuatro navíos decidieron abandonar y acudir en auxilio de sus camaradas. Horas más tarde, al mando ya solo de seis navíos, el contralmirante, viendo el negro cariz que estaban tomando las cosas, decidió girar hacia el oeste para huir definitivamente de la batalla. Esta vez solo dos navíos desobedecieron sus órdenes y se volvieron para combatir.

  Hoy tampoco me entretendré con el destino de este hombre. Su egoísmo, su cobardía y el desprecio hacia sus compañeros tendrán como contrapartida el más grave deshonor, pero, además, los cuatros barcos que escaparon de la batalla y de la tempestad no irán muy lejos, ya que soy consciente de que pronto serán apresados en otras aguas.

  Durante todo ese día, los navíos resisten el zarandeo de las olas, y no solo eso, sino que algunos de los barcos que llegaron derrotados al puerto de Cádiz el 21 regresan ahora al mar para intentar represar algunos de sus naves capturadas. Logran recuperar un par de ellas, y en ese gesto hermoso encuentro generosidad más que de sobra para cargar otra piedra con la tercera de las virtudes: la solidaridad. A pesar del lamentable estado en el que se encuentran, han reunido coraje suficiente para salir de nuevo de la bahía y enfrentarse no solo a sus enemigos, sino también a la tempestad, y todo para intentar liberar a sus compañeros. Sí, tengo solidaridad suficiente en la conducta de todos y cada uno de los muchachos que se hicieron a la mar, pero tampoco olvido aquella de la que hicieron gala los barcos que, en dos ocasiones, el día de la batalla, se negaron a seguir a aquel desertor y abandonar a su suerte a los suyos.

  Estoy pensando en ello, ya de noche cerrada, cuando el San Francisco de Asís, falto de amarras, se estrella contra las rocas. Descubro sorprendida que es uno de los cuatro navíos que desobedecieron las órdenes de aquel contralmirante manteniéndose junto a sus compañeros, y como yo no he hecho esa elección, deduzco que ha sido cosa de los escualos, con lo que por lo menos esta jornada, las virtudes con las que hemos trabajado ellos y nosotros son semejantes. Sonrío, pues pienso que nos somos tan distintos si ambos valoramos por igual el hecho de arrimar el hombro y ser solidarios con nuestros camaradas.

  El tiempo se acaba y yo al final me decanto por el Neptuno, y también él termina estrellándose no muy lejos de allí. Me apena porque es uno de los barcos que ha ayudado a represar precisamente al que acababa de destrozarse contra las rocas, pero debo ser fiel a mi palabra, y él es uno de los dos que, en un acto de heroísmo, desobedecieron abiertamente al cobarde, abandonaron sus directrices y regresaron a una batalla ya perdida. Pienso entonces que, tratándose de la virtud de la solidaridad, resulta secundario que el trabajo realizado dé sus frutos. Lo realmente importante es luchar por el otro, el esfuerzo por conseguir ayudarlo. El resplandor de dicha virtud no disminuye un ápice si se fracasa o parece que todo sirve de poco.

  Esta vez soy yo la que debo asumir un coste mayor, pues en mi naufragio mueren veinte hombres, mientras que en el otro solo se ahoga el segundo piloto. Pero debo reconocer que podría haber sido mucho peor, pues se han salvado muchos, así que lo acepto y, tras este largo día, doy por concluida la tarea.

 



 

  El 24, con una tempestad eterna que parece haber desbancado al sol para siempre, el Santísima Trinidad termina hundiéndose. Es el buque más grande de todos, y se muestra recio, coherente, casi testarudo, tanto a la hora de rendirse como a la hora de naufragar. Tres largos días ha estado mostrando su entereza y la verdad desnuda de sus muchas heridas y quebrantos, y lo que no ha logrado el ensañamiento del enemigo durante la batalla lo ha rematado el temporal. Los vencedores han intentado remontarlo hacia Gibraltar, pues incluso ahora, convertido en un mero cascarón sin un solo mástil, sigue siendo un buque magnífico de cuya captura se pude presumir, pero se diría que él prefiere permanecer allí, digno y altivo hasta el final. Su aguante y entereza han sido conmovedores, así que decido ayudarle un poco para que los cables de remolque se rompan con un restallido y finalmente se hunda. Aún quedan algunos hombres en la cubierta inferior, pero el desvencijado navío ya no puede mantenerlos con vida porque no puede aguantar más. La cruda realidad de los alaridos saliendo por las escotillas se mezcla con la del propio navío, y sé sin lugar a dudas que esta ofrenda será la que cargue la piedra de la cuarta virtud: la verdad. La triste, feroz y descorazonadora verdad de la guerra. De todas las guerras.

  Cuando se va a pique el Monarca, el que lanzó el segundo cañonazo que dio comienzo a la batalla, por un segundo me regocijo reivindicativa, aún furiosa por la mezquindad y la barbarie del ser humano. Pero eso sería volverme un poco como ellos y no lo deseo, así que intento aplacarme, y cuando descubro que no ha habido bajas en el elegido por los escualos, me alegro de corazón.

  El día 25 acaba llegando y ni el aullante viento ni el embate de las fieras olas dan un solo instante de respiro a los marineros, sumidos desde hace días en una falsa noche sin aurora. Mi voluntad comienza a flaquear. Esto está durando demasiado incluso para una diosa. Debe llegar pronto el alivio y el consuelo.

  Sin embargo, aún quedan duras pruebas por pasar, pues tras la verdad del Santísima Trinidad llega el turno de la justicia del Indomable. La quinta de las virtudes tiene como protagonista al barcoque rescató a más de la mitad de la tripulación del Bucentauro, y así, repleto de almas, entró en la bahía de Cádiz el mismo día 21. ¿Por qué no han empleado estos cuatro días en ir desembarcando a la gente? No lo sé, pero la noche del 25 el buque se resquebraja y llega de tal guisa a la arena de la playa que solo sobreviven doscientos cincuenta y cuatro hombres. ¿Qué justicia puede haber en eso?, ¿que de los mil muertos resultantes quinientos eran del Indomable y otros quinientos del Bucentauro, lo que supone un número equitativo de supervivientes en cada bando? ¿Cómo puedo entregar esta ofrenda al padre Océano, si además he estado todo el día recabando los sentimientos de justicia, los gestos de ecuanimidad y ponderación que se han dado en todos los navíos desde el día de la batalla? Para acabar de hacerlo todo más absurdo, más injusto diría yo, el segundo naufragio de hoy, el que compete a los escualos, es el del Águila, también varado en la arena, pero esta vez en un montículo en medio del mar, lo que presentaba a priori mucho peor pronóstico. Sin embargo, al final toda la tripulación consigue abandonar el barco y el buque se pierde sin más quebraderos de cabeza.

  Esos mil muertos... Soy Ceto, soberana de los cetáceos, y aún tengo fuerzas para seguir.

 



 

  Día 26. Deseo que esto acabe pronto y a veces me cuesta creer que quede alguien cuerdo a bordo de los barcos que siguen luchando contra la tempestad que no cesa. En ocasiones me parece notar una cierta mejoría en el clima, pero no sé si es mi propio deseo, que me juega malas pasadas. Así que cada vez que pienso en los pobres marineros...

  Intento superar el aciago día de ayer concentrándome en el que tengo por delante. Me corresponde trabajar con la sexta virtud: la inocencia, y aunque cueste imaginar que un campo de batalla sea el lugar adecuado para buscarla, lo cierto es que repasando todos los pormenores del enfrentamiento he encontrado muchos comportamientos y pensamientos puros e inocentes. Puede que no en los mandos, pero sí en la tropa, a veces demasiado ingenua y confiada a la hora de seguir las órdenes o aceptar las calamidades que la vida les depara. Indagando en muchos corazones he visto el amor por las cosas sencillas, por una melodía silbada, una cancioncilla, una charla entre amigos o cualquier simple entretenimiento. Sí, tras la rudeza de las formas se esconde en ocasiones la inocencia del niño al que no le han dejado ni jugar ni crecer. Mi ofrenda de hoy es, con el permiso de Zeus, el Rayo. Hace tres días se hundió el San Francisco de Asís y me dio pena no ser yo quien hiciera la ofrenda de su naufragio, pero ahora puedo resarcirme con este otro navío que ha desarrollado una conducta muy similar. Sí, también desobedeció a aquel traidor en la primera ocasión que tuvo para poder seguir luchando junto a los demás, también regresó con bien a Cádiz para salir luego el 23 a volver a jugárselo todo con el fin de represar al Neptuno y al Santa Ana. Puedo decir con respeto y admiración que el Rayo embarrancó en la costa unos días atrás, pero hoy ha sido evacuado y quemado por los suyos, ya que nada se podía hacer con él. Los de la dotación de presa han sido hechos prisioneros, pero han sobrevivido prácticamente todos. Los barcos capturados que quedan están tan terriblemente deteriorados que creo que el incendio del Rayo no será el último, porque ni para los vencedores merece la pena mantener la captura de tales buques. Ya veremos.

  Demostrando que no ando desencaminada, el otro naufragio del día de hoy, el de la parte de los escualos, ha sido el del Intrépido, previamente capturado y quemado ahora frente a un islote por el buque Britannia para evitar su represa.

 



 

  Hoy día 27 puedo decir que no son figuraciones mías y que las aguas comienzan lentamente a aplacarse. Sigue habiendo mala mar, pero las cosas están mucho mejor. Aunque debo reconocer que esto también sirve para que nos demos cuenta de lo desastrosa que es la situación después de pasar por semejante trance. Supongo que por eso es normal que hoy me dedique de lleno a trabajar con la virtud de la misericordia, la penúltima, y es más cerca del momento presente cuando más sentimientos de compasión y conmovido pesar recabo entre los supervivientes. Incluidos los míos propios, añadiría, que no sé si servirán para este fin, pero que no puedo evitar sentir. De todos modos, también me asalta un punto de enojo cuando comprendo que el hombre parece necesitar llegar a situaciones límite para que su corazón se descongele y le permita sentir esta empatía ante el sufrimiento y esta conmiseración por el prójimo. Bueno, los claroscuros del alma humana hace tiempo que dejaron de sorprenderme, así que prefiero tomar lo bueno de sus ahora sí conmovidos corazones y dejar las cosas como están.

  No habría hecho falta más dosis de esta séptima virtud de la compasión si era a ese precio, pero a pesar de que las condiciones del tiempo van mejorando paulatinamente, un mal golpe de mar y el continuado castigo que ha tenido que soportar desde el ya lejano día de la batalla hacen que el Berwick se estrelle contra la costa, quede varado primero y después naufrague. Muchos desaparecen entonces bajo las aguas, incluida la tripulación de presa procedente del otro Aquiles. Vuelvo a recordar el dolor de Tetis, los infinitos dolores tanto físicos como espirituales que he tenido que presenciar desde que empezó todo esto, e incluso mi propio dolor al aceptar la parte de responsabilidad que me atañe, y lloro amargamente, demostrando que hasta una diosa puede llorar. No es difícil sentir misericordia por estos últimos y por todos los que perecieron antes, desear tener la posibilidad de cambiar sus destinos, perdonar sus muchos errores no porque se lo merezcan, sino porque resulta intolerable que alguien padezca lo que estos miles de hombres han sufrido durante más de una semana.

 



 

  En las jornadas sucesivas, los escualos completaron su lote de ocho piedras, y yo también lo hice. De hecho, a mí solo me faltaba hacerme con una virtud, pero al ser la que englobaba las siete restantes, la rectitud, tuve que hacer un detallado repaso de todo lo que había sucedido frente al cabo Trafalgar durante los últimos días para poder imbuir en el último de los nódulos los sentimientos correctos de nobleza y gallardía. Como yo había augurado, los últimos naufragios no fueron por la tempestad ni por los daños de la batalla, sino porque los propios vencedores acabaron considerando que los barcos estaban en tan penoso estado que les resulto más rentable prenderles fuego. Al San Agustín, aquel del primer cañonazo, lo quemaron el Leviathan y el Orión; al Argonauta, el Ajax. Pero para la rectitud no quise usar este tipo de ofrenda, no para la virtud que reúne en su seno y acaba de llevar a la perfección a las otras siete, así que pedí al padre Océano un barco que tuviera un destino singular. Me concedió el Bahama... y nada más puedo decir sobre él. Hay quien cuenta que naufragó, otros dicen que desarbolado de todos sus palos fue sencillamente abandonado por ambos bandos a su suerte, algunos le dan por perdido y otros insisten en que fue remolcado a Gibraltar. En fin, solo el padre Océano sabe cuál fue su destino, pero le complació especialmente, ya que dio por buena dicha ofrenda. Lo que no olvidé fue incluir en los trabajos finales una última y devastadora conclusión sobre la guerra, sobre todas las guerras, pero especialmente sobre esta. Y es que una guerra nunca la gana nadie. Ya hablé en su momento de los derrotados, de los que regresaron a Cádiz con solo un tercio de sus naves. Ahora me referiré a los supuestos vencedores.

  Al final, aquellos que parecían haber ganado la batalla tardaron una semana en conseguir llegar a la cercana Gibraltar por culpa de la galerna. Y cuando lo hicieron solo llevaban la paupérrima cifra de cuatro barcos capturados. Entregaron muchos a la tempestad y con ellos también perdieron a sus tripulaciones de presa, e incluso sus propios barcos fueron vapuleados por el padre Océano de tal modo que algunos, como el Minotauro o el Colossus, estuvieron a punto de irse a pique. Baste decir que el Príncipe, el único navío que salió de la batalla tan bien parado que no sufrió baja alguna, resultó luego tan castigado por el oleaje que apenas consiguió regresar a la Roca... En definitiva, puede que en la bahía de Cádiz cundiera la desesperación entre las gentes al ver llegar aquel primer día a los despojos de la escuadra aliada, pero el abatimiento cayó igualmente, siete días después, sobre los que aguardaban en el puerto de Gibraltar, al comprobar el mal estado en el que también atracaban sus «victoriosas» naves.

  En una guerra nunca hay vencedores. En una guerra pierden todos.

  Ya he terminado. Dieciséis nódulos de hierro y manganeso, surgidos hace miles de años del trabajo conjunto de volcanes de fango y microorganismos de hábitats extremos, descansan en este golfo de Cádiz. Ya se han convertido en recipientes de virtudes y aquí esperarán —mis ocho y los ocho de los escualos— el tiempo que haga falta hasta que sean trasladados al Mediterráneo. Será allí donde comenzará la fase final, cuando los elegidos tomen las piedras y, encabezados por una piedra más, la número diecisiete, cuyo significado e identidad desconozco, las despierten y las conduzcan a los que están destinados a portarlas. Este tesoro sumergido es el legado de mis hijos para los otros hijos de Gea, su propuesta para reparar lo estropeado..., confiemos que estén en lo cierto y cuando los hombres lo reciban hayan crecido lo suficiente como para saber darle el uso para el que fueron creadas, que no es otro que salvar la vida de este ser vivo al que llamamos Tierra.

  Me despido de este rincón del océano Atlántico, antesala del Mediterráneo, dejando como último retazo del don que aguarda mi salutación y proclama: «He aquí las piedras de forja. Diecisiete son, una por cada año de la diamantina, pues ella será la primera. De la mano del que persigue un imposible, con las Piedras de Ceto partirá. Y la hora habrá llegado». (pags. 405-423 de El destino de Élias. Un mar diferente)