domingo, 16 de marzo de 2014

Delfines listados en el mar balear. Envenenamiento + Hambre = Inmunodepresión.



Llevaban bastantes días de marcha cuando los tres coincidieron en el perímetro exterior con el delfín coeruleoalba que les había abordado en un principio. Aunque en la distancia las dos especies de delfines eran bastante semejantes, hacía tiempo que los amigos habían aprendido a reconocer el algo más robusto cuerpo de los listados, con sus tres características bandas oscuras laterales de distinta longitud que partían del ojo, frente al degradado verdoso-amarillento en forma de ocho sin banda alguna de sus hermanos más pequeños: los delfines comunes. En estos últimos era casi imposible distinguir entre machos y hembras, pero entre los delfines listados sí había una pequeña diferencia de tamaño, así que también sabían ya que aquel primer animal era una hembra.

  —¿Queda mucho para llegar a las Baleares? —inquirió Dicayos, haciéndose eco de una hambruna que no por intentar sobrellevarla estoicamente atormentaba menos el lento suceder de los días.

  —Tranquilo, no tardaremos en avistar la isla de Formentera —respondió ella intentando disimular su propia debilidad—. Ya falta poco.

  El mular, intentando que no se notara mucho, ayudaba a seguir el ritmo a un desfallecido Élias, así que Mistral se acercó más a la hembra para aprovechar su empuje. Fue entonces cuando se dio cuenta de su dificultosa respiración y su constante lagrimeo.

  —¿Te encuentras mal? —le preguntó preocupada.

  Por un instante pareció que el animal iba de nuevo a quitar importancia al asunto, pero un súbito abatimiento le hizo cambiar de parecer.

  —No muy bien... La verdad es que no muy bien. Llevo un tiempo que parece que lo cojo todo. Reconozco que los cetáceos en general, y los delfines en particular, somos de natural propensos a contraer parásitos y pequeñas infecciones, pero esto creo que ya no es normal. Si no son llagas en la boca son lesiones en el pliegue de las aletas o exceso de mucosidad o...

  —Inmunodepresión —murmuró Mistral para sí.

  La listado no pareció oírla porque siguió lamentándose.

  —Hace unos meses perdí al bebé que esperaba. Y no he sido la única a la que le ha ocurrido últimamente. Lo que más me preocupa es que ya han pasado varios años desde la última gran epidemia de morbilivirus, esa peste cetácea de carácter cíclico que suele golpearnos a los delfines con especial virulencia, y si volviera a producirse justo ahora, temo que, lejos de ser la habitual regulación interna de la especie, acabe siendo, dado lo bajísimas que parece que tenemos las defensas, una auténtica carnicería. Mis temores no deben impedirme seguir ayudando a los más débiles, pero me han llegado rumores de que se ha manifestado la enfermedad en algunos calderones y me angustia pensar que en vez de socorrer a otros, los listados, sin proponérnoslo, acabemos siendo los trasmisores del virus... Imagino que todo esto tiene que ver con una alimentación deficiente y con todas esas porquerías que envenenan el mar, pero ¿qué podemos hacer contra ello? —dijo la hembra, abatida.

  —Tranquila. Recientemente hemos estado nadando entre calderones y no parecían enfermos ni hemos oído nada al respecto. Quizás haya suerte y si de todos modos ese morbilivirus tiene que llegar lo hace el año que viene o más adelante, cuando ya estéis fuertes para combatirlo —dijo Élias, conmovido y a la vez admirado ante la entereza de la que hacía gala el animal.

  Tanto el chico como los demás eran conscientes de que, manteniéndose las condiciones ambientales del mar como hasta entonces, la demora de unos meses o unos años en la propagación de la epidemia no iba a significar en realidad ningún cambio a mejor, así que, aunque agradeciendo el gesto, el silencio en el que se sumió la hembra de delfín listado se revelaba vacío de esperanza.

  —De momento, aferrémonos a la ilusión —dijo Dicayos, intentando ahuyentar aquella terrible sensación de condena—. Si la vista no me engaña, aquello que se ve en lontananza es tierra, con lo que no debemos de estar lejos de la primera de las islas Baleares.

  Efectivamente, entre la neblina se podía distinguir ya el relieve de Formentera, así que, sabiendo que al menos su problema inmediato de alimentación estaría pronto subsanado, el grupo al completo se lanzó con nuevos bríos hacia aquellas aguas.

 

  *

 

  Los días que siguieron fueron toda una bendición después de unas jornadas tan difíciles. Primero sobre las magníficas praderas de posidonia oceánica de los fondos entre Formentera e Ibiza, y más tarde ya en el canal de Mallorca, explorando la montaña submarina de Ausias March y el menor y más profundo mont dels Oliva, descubrieron un rincón del Mediterráneo que por un tiempo pareció convertir la ingenua obcecación de los optimistas delfines comunes en una maravillosa realidad. Entre los campos verdes de los fondos blandos y las amplias extensiones de algas rojas o los longevos corales negros de los fondos rocosos, los viajeros pudieron por fin abastecerse del alimento que tanto necesitaban. Desde los pulpos blancos que hicieron las delicias de Pomodoro hasta los abundantes cabrachos, tres colas o papagayos nadando entre las rocas, así como gallos asomando sus colas arqueadas de la arena —repleta también esta de infinitas coquinas, berberechos y almejas—, ninguno de los viajeros se quedó con las ganas de darse un buen atracón.

  Sin embargo, tras una semana larga de reponer fuerzas, con los estómagos repletos regresó también la urgencia por ponerse de nuevo en camino. El grupo de listados y comunes aún tenía pendiente la volcánica elevación de Emile Baudot, una zona de vertiginosos desniveles donde también contaban con hacer suculentos descubrimientos, pero para Toniña y sus amigos eso suponía desviarse de su dirección noreste, con lo que tuvieron que despedirse agradecidos y disponerse a seguir ruta hacia la más septentrional de aquellas islas.

  Justo antes de la separación, la hembra enferma se dirigió a Mistral.

  —Creo que es a mí a quien corresponde... Me siento preparada —dijo mientras acercaba su cabeza a la bolsa que portaba la chica—. Piedra de forja —murmuró, y sin decir nada más se unió al grupo que ya se alejaba y se mezcló entre los demás.

  Como ya le ocurrió al despedirse del calderón negro, Mistral se sintió embargada de pronto por un honda emoción ante ese gesto final que no acertaba a entender, pero sus compañeros parecían impacientes por proseguir la marcha, así que dejó su desconcierto para mejor ocasión.




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