sábado, 12 de abril de 2014

Un zifio en el mar Tirreno. Su cruda verdad.




Ya ha pasado más o menos un mes desde que os presente a aquella famélica y enferma hembra de delfín listado que, en aguas baleares, entregó al grupo la virtud de la solidaridad. Élias y sus amigos han seguido viaje y ahora nos los encontramos nadando por aguas del Tirreno, al este de la isla de Cerdeña, donde acaban de toparse con otro mamífero marino, en este caso, con un viejo zifio, solo y bastante desubicado. No emite sonido de ecolocación alguno y no porque sea mudo sino porque se ha quedado irremisiblemente sordo. El fragmento que esta vez he elegido comienza cuando el desgraciado animal se aviene por fin a relatarles cómo ha desembocado en esa situación. Espero que os "llegue" toda su triste verdad...





—De acuerdo. No perdamos el tiempo con presentaciones. Sé cuál es mi cometido y lo cumpliré —dijo el zifio con determinación, yendo directamente al grano—. Os contaré mi verdad. Y también arrojaré algo de luz sobre las Piedras de Ceto. Pero primero mi historia, que, como ya habréis adivinado, es una historia triste. Aunque no siempre lo fue. De hecho, durante medio siglo me consideré un zifio feliz. No os aburriré con detalles de una vida en armonía rodeado de mi pequeña familia. Ya se sabe: los hogares felices son siempre iguales, son los infelices los que se distinguen cada uno por su propia infelicidad.

  »Vivía mucho más al este, junto a un rincón de aguas profundas entre Italia y Grecia, y a ese mismo lugar fueron a parar un día un grupo numeroso de hombres de la superficie. Entre ellos, la mayoría se movía por mi mar dentro de grandes ingenios preparados para la guerra que no paraban de emitir ruidos semejantes a los que usamos en nuestra ecolocación, pero ellos estaban a sus cosas. Solo unos pocos, al parecer coordinados con los primeros, parecían interesados en nosotros, los zifios. Grababan nuestros pulsos y luego pretendían reproducirlos con aparatos parecidos a los que iban en el interior de sus grandes ingenios marinos. Nosotros estamos preparados fisiológicamente mejor que cualquier otro para la ecolocación, quizá por eso les resultábamos interesantes, pero os aseguro que, cuando de hombres negros se trata, destacar en algo es siempre garantía de perdición. Fue terrible sentir aquellas vibraciones en la cavidades de mi cráneo, en mi sensible mandíbula, en los pulmones, en la tráquea, en todos y cada uno de mis órganos internos...

  El zifio no pudo seguir y calló acongojado. En el compungido silencio que los envolvía Élias detectó el recuerdo de Dicayos de aquel día lejano en el Atlántico en el que dos submarinos casi le hacen «zozobrar». Entre todos los silencios, el del delfín era un fuego frío que helaba y quemaba a la vez con reconcentrada intensidad.

  El viejo cetáceo recuperó las fuerzas para continuar, pero lo hizo abruptamente, casi con desapego, en un desesperado intento de que los recuerdos no dolieran tanto.

  —Mi familia sufrió entonces un varamiento en masa. Así de sencillo. No sé si alguno pudo ser rescatado más tarde porque jamás he vuelto a saber de ellos. Probablemente yo habría seguido su misma suerte, pero ocurrió algo. No sé si procedente de los que hacían maniobras o de los que nos investigaban, se les escapó un golpe de onda de varios cientos de hertzios. Los zifios somos especialmente sensibles a las frecuencias intermedias, y aunque yo estaba a unas quince millas de la fuente, el sonido hizo su labor: me reventó el oído interno, perforándome los tímpanos.
»Había oído hablar a algunos de los míos de sonares de la gente de la superficie que trabajaban con media y baja frecuencia (como los que llaman LFAS, que son de alta intensidad pero trabajan con ese tipo de frecuencias, ampliando su radio de acción y mejorando su precisión) y no desconocía que habían hecho mucho daño a otros cetáceos. No sé si se trataría de uno de esos o simplemente cometieron un fallo... El shock que me supuso evitó que me encaminara obstinadamente hacia tierra y acabara varado..., pero para mí también fue el final. Desde entonces llevo años intentando sobrevivir a duras penas y confiando mi vida a la suerte. Busco un lugar que algunas criaturas llaman El Santuario, donde también hay profundas simas en las que residen zifios como yo, y donde mi sordera no sería tan gravosa, ya que la comida es fácil y abundante y, lo que es más importante, dicen que está bajo la protección de los propios hombres negros. Pero, como comprenderéis, sin mi ecolocación es difícil saber siquiera por dónde voy, así que dudo mucho que consiga llegar algún día.




  Si en algún momento de toda la aventura por el Mediterráneo Dicayos tuvo tentaciones de abandonar fue entonces. Todos sabían a qué lugar se refería el zifio, no en vano lo acababan de dejar a sus espaldas no hacía mucho, y la urgencia por ayudar al anciano fue tan poderosa en el corazón del delfín que todos pudieron captar su deseo de llevarlo allí, dándose con ello perfecta cuenta también del dilema al que Dicayos se estaba enfrentando en esos instantes. La respetuosa espera de Toniña, Mistral y Élias, trasmitiéndole su apoyo fuera cual fuese la decisión que acabara tomando, lo mismo si decidía acompañar al zifio hacia el norte como si optaba por quedarse con ellos, hizo que Dicayos se lo replanteara de nuevo y comprendiera que, por compromiso y voluntad, se seguía debiendo a sus amigos.

  Pero eso no significaba que fuera a consentir que el zifio se marchara de vacío.

  —Sabemos dónde queda ese lugar, pues acabamos de pasar por su extremo más meridional. No estás lejos. Deja que te lo muestre mentalmente. Y tranquilo, me lo tomaré con calma y te daré tal lujo de detalles que te juro por mi sangre mestiza que, con o sin ecolocación, llegarás sano y salvo a Pelagos. Verás, lo que tienes que hacer es...

  Los demás esperaron pacientemente mientras Dicayos se empleaba a fondo en orientar al zifio. Le habló de las corrientes, de los relieves, de los vientos, de las distintas salinidades y hasta de las fuerzas magnéticas de cada punto del camino. No tendría nunca la certeza de que el animal lo había logrado, pero pondría absolutamente todo de su parte y más para que así fuera.

  Al zifio, cada vez más optimista a medida que iba recibiendo más y más referencias en las que basarse para alcanzar su destino, se le notaba impaciente por poner rumbo al norte lo antes posible. Y esa misma impaciencia fue la que casi le hace olvidar que quedaba otro tipo de verdad por descubrir.

  —Ah, las Piedras de Ceto. Sospecho que la verdad que os trasmita os resultará insuficiente, pero solo puedo contaros lo que yo sé. Captando el contenido de la bolsa que ella porta no hay duda de que las piedras ya han sido cargadas tres veces: con el amor, la humildad y la solidaridad. Desconozco con quiénes os habréis encontrado en vuestro viaje, pero, sean quienes sean, han cumplido su misión. Ahora yo os entrego la cuarta virtud: la verdad. Ya habéis hecho más o menos la mitad del camino, y aún os quedan más encuentros antes de que termine el forjado. También hay otras piedras que no competen a los míos, pero que creo que también están ahí por una razón. Aunque sé el espíritu que empujó a su creación, no puedo deciros su propósito concreto cara al futuro, ya que depende de acontecimientos que están por venir y que nadie puede afirmar que llegarán a cumplirse, pero sí os pido que las cuidéis bien, pues en ellas quedan depositadas muchas esperanzas. Y eso es todo lo que puedo revelaros.

  Sin nada más por decir, se despidió de todos dejando a Mistral para el final. Apoyó su cabeza en la bolsa que colgaba de su cadera y murmuró:

  —Piedra de forja.

  Luego, sencillamente, se marchó.

  No es que las revelaciones del zifio hubieran servido para tener las cosas mucho más claras, pero, como poco había que pudieran hacer al respecto, no perdieron tiempo en elucubraciones y retomaron su viaje hacia el sur.



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